La Responsabilidad Social Corporativa (RSC) no es un tema muy popular hoy en día. La imagen de la banca (sobre todo) y de otros sectores, como la gran distribución, la energía o la industria manufacturera, ha resultado gravemente dañada por los escándalos y por los efectos de la crisis, y la opinión pública entiende, con cierta razón, que las prácticas de RSC solo han servido para camuflar comportamientos que atentan contra las normas de buen gobierno, las políticas de sostenibilidad y, en definitiva, contra la decencia empresarial.
Se da la circunstancia, además, de que algunas empresas y entidades que se habían labrado un cierto prestigio en los foros de reputación corporativa han resultado ser vehículos exclusivos para el lucro particular. Desde ese punto de vista, es muy comprensible el escepticismo de consumidores, clientes o empleados hacia los supuestos beneficios de las prácticas de RSC.
Esas contradicciones han reforzado una línea de pensamiento, bastante arraigada en los países anglosajones, según la cual la responsabilidad corporativa es una excrecencia y un coste añadido que no genera valor ni para la empresa ni para la sociedad. De acuerdo con esta tesis, el único objetivo de una empresa ha de ser conseguir beneficios, y a partir de ahí las ventajas de su actividad vendrán por añadidura.
Así que este no es buen momento para predicar en favor de la RSC. Y sin embargo…
Nos hace falta la RSC
Sin embargo, nos hace falta la RSC. La necesitamos como sociedad y la necesitamos como empresas para remontar una crisis de credibilidad que amenaza con dañar el conjunto de nuestro sistema económico.
Desde el punto de vista social, necesitamos volver a creer en nuestras empresas. El beneficio es un objetivo legítimo, pero no debe ser un dios en cuyo altar se sacrifican todos los valores de la cultura occidental. Nos hace falta confiar en que nuestros esfuerzos forman parte de un sistema integral en el que cada uno hace su trabajo, no solo en beneficio propio, sino también del conjunto de la sociedad.
Desde el punto de vista empresarial, las buenas prácticas corporativas nos permiten distinguirnos positivamente de nuestros competidores. Poder certificar que en la cadena de producción de una gran multinacional de artículos de consumo no ha habido utilización de mano de obra infantil debe ser una garantía para que los consumidores occidentales se inclinen por un producto y no por otro. Asimismo, una gestión empresarial adecuada permite a las empresas controlar mejor la presión regulatoria, que en el caso de las medidas medioambientales es particularmente intensa.
Prácticas de gestión comprometidas
Lo que la experiencia reciente nos enseña es que las empresas deben asumir el compromiso con la RSC de una manera irrevocable y homogénea. El consultor Brian Whetten publicaba recientemente un artículo en el Huffington Post en el que señalaba que, si querían tener éxito en el siglo XXI, las compañías necesitaban tener empleados, clientes, ejecutivos y prácticas de gestión comprometidas con el entorno. Y señalaba la comunicación y el marketing como uno de los ejes fundamentales para avanzar en esa estrategia.
En efecto, no basta con cumplir unos estándares para obtener un certificado. La RSC debe impregnar toda la actividad de la empresa. No puede ser una mera acción de marketing. Por eso la comunicación de estas prácticas debe centrarse en el beneficio real que esas acciones aportan a la sociedad, porque son claves para el funcionamiento correcto de los mercados.
Cristina Garrido
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